Me desperté en una fría mañana de octubre. Suavemente, la lluvia golpeaba en mi ventana. Dándome cuenta de que era hora, me levanté con vigor. Cuando me puse de pie, mis ojos se pusieron negros, y caí al suelo. “No hay tiempo para esto”, pensé, mientras intentaba ponerme de pie. Una vez más, mis ojos se volvieron negros, pero solo por el aleteo de una abeja, dándome tiempo suficiente para atrapar mi cuerpo en caída antes del incidente inminente. Recuperando la compostura, salí por la puerta, me subí a mi bicicleta y me alejé. Este fue el día de los exámenes SAT, un día antes de mi final de termodinámica química. Sin saber el extraordinario resultado que me esperaba, me senté nervioso e hice la prueba. El examen de los próximos días no podía escapar de mi mente, ni tampoco lo que el futuro me depararía. Los mismos exámenes de SAT que estaba tomando determinaban en gran medida dónde se gastarían los próximos años de mi vida y, lo que es más importante, hacer qué.
Yendo y viniendo entre la ingeniería, quizás con el sueño de crear algo tangible, capaz de cambiar el mundo, y la ciencia, esperando descubrir las verdades fundamentales del universo, mi mente estaba en otra parte. También estaba la idea de ir a la medicina, usar la ciencia para impactar directamente vidas en las líneas del frente. Muchos conmigo han luchado contra este problema, y si la ingeniería es más preferida que otros campos relacionados con la ciencia, tal vez el impulso creativo sea más fuerte entre los humanos en general.
También el dinero.
