En asuntos relacionados con la naturaleza, Tomás de Aquino se alinea muy bien con Aristóteles. De hecho, Aquino es en gran parte responsable de hacer de la filosofía aristotélica la autoridad principal en el Occidente cristiano. Sin embargo, al integrar la filosofía y la teología, también transforma la enseñanza de Aristóteles.
Si pudiéramos simplificarlo, podríamos decir que Aristóteles nos dio el marco para determinar quién podría considerarse una buena persona, mientras que Aquino nos decía por qué uno debería ser una buena persona.
Como Aristóteles nota en su Política, el hombre es un “animal político”. De esto se deduce que la primera sociedad para el hombre es la familia y la segunda es la ciudad. Es aquí (en la ciudad) donde el hombre puede lograr la “buena vida”; sin ella, el hombre es una bestia o un Dios. En la enseñanza de Aristóteles, el orden político es esencial para la ciudad y la ciudad debe encargarse de promover la virtud entre sus ciudadanos. Además, el bien de la ciudad se considera mejor que el bien de la persona (Hobbes y Hegel estarían de acuerdo aquí). Todo esto lleva a una cuestión central en la filosofía política: ¿quién debería dirigir la ciudad?
Aquí es donde Aquino toma la filosofía política aristotélica y la combina con la teología al plantear la idea de que Dios es el que produce leyes y otorga justicia. Esto es precisamente contra lo que se rebelaría Maquiavelo porque dejar las cuestiones políticas a la iglesia probaría ser un gran error
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Aristóteles y Aquino están de acuerdo en que los principios morales están sujetos a cambios, pero el área real de discusión es si hay o no principios morales que permanezcan sin cambios independientemente de la situación. Esta es la diferencia. Aristóteles considera que el derecho natural es variable, mientras que Aquino intenta trazar una línea dura con respecto a la ley natural: hay algunas cosas que nunca son aceptables y otras que están sujetas a las circunstancias de uno.